Confieso que alguna vez… (Fragmento)
Confieso que alguna vez yo fui alguien que hablaba, decía y pensaba distinto. Confieso que alguna vez fui otro. Tal vez casi me animo a afirmar que he sido otro: alguien más joven con sus determinados pasos, su determinada manera de andar, de vestir, alguien que andaba por otros tiempos, otros lugares, con otras cosas y méritos que buscar.
Confieso que alguna vez yo fui alguien que hablaba, decía y pensaba distinto. Confieso que alguna vez fui otro. Tal vez casi me animo a afirmar que he sido otro: alguien más joven con sus determinados pasos, su determinada manera de andar, de vestir, alguien que andaba por otros tiempos, otros lugares, con otras cosas y méritos que buscar.
Pero este juego, no tan espontáneo, más bien premeditado en cada uno de mis días, tuvo algún precio. Algo de mí empeñé en ese juego. Cuando las calles eran distintas, el mundo era también más joven o, tal vez, alguien me lo diga, más viejo. ¿Quién lo sabe?: él se decía Príncipe de la Deshidratación; el fundador de un bronce a lo largo de los tiempos. Él era quien iba a cambiar los géneros y los signos por otros nuevos. Él era justamente quien iba a volver a moldear las caras de los libros, los balbuceos, los monólogos cifrados a lo largo de la historia que por momentos es ésta.
Poco se sabe ahora de aquél que jugué a ser, que jugué a reír, del mundo y del paso del mundo cada vez que el mismo mundo giraba. Ese era el paso del mundo. Se atrevía a comentar que el mundo era el tiempo, no el espacio; que éste era, Dios me valga, postales de un manicomio, de un artilugio en el que el hombre se obstinaba en continuar. Seguir en el paso del mundo. “El mundo, el que conocí y ya no es el mismo. Ayer era mejor, compañero…” Ese mundo del cual sí se podría hablar, el mismo que él jugó que a producir. Ese juego lo dirigía alguien; pero quien cargaría los dados sería alguien más. Los que repartirían una y otra vez las cartas serían quién sabe quién. Para qué tanta complejidad en algo que simplemente pasa. Lo que pasa no existe; yo no existo, por aquel maldito juego en el cual me empeciné. A fin de cuentas uno siempre pasa a ser otro. Uno no existe, el que existe siempre es el otro, y así sucesivamente.
Poco se sabe ahora de aquél que jugué a ser, que jugué a reír, del mundo y del paso del mundo cada vez que el mismo mundo giraba. Ese era el paso del mundo. Se atrevía a comentar que el mundo era el tiempo, no el espacio; que éste era, Dios me valga, postales de un manicomio, de un artilugio en el que el hombre se obstinaba en continuar. Seguir en el paso del mundo. “El mundo, el que conocí y ya no es el mismo. Ayer era mejor, compañero…” Ese mundo del cual sí se podría hablar, el mismo que él jugó que a producir. Ese juego lo dirigía alguien; pero quien cargaría los dados sería alguien más. Los que repartirían una y otra vez las cartas serían quién sabe quién. Para qué tanta complejidad en algo que simplemente pasa. Lo que pasa no existe; yo no existo, por aquel maldito juego en el cual me empeciné. A fin de cuentas uno siempre pasa a ser otro. Uno no existe, el que existe siempre es el otro, y así sucesivamente.
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