Confieso que alguna vez yo fui alguien que hablaba, decía y pensaba distinto. Confieso que alguna vez fui otro. Tal vez casi me animo a afirmar que he sido otro: alguien más joven con sus determinados pasos, su determinada manera de andar, de vestir, alguien que andaba por otros tiempos, otros lugares, con otras cosas y méritos que buscar.
Poco se sabe ahora de aquél que jugué a ser, que jugué a reír, del mundo y del paso del mundo cada vez que el mismo mundo giraba. Ese era el paso del mundo. Se atrevía a comentar que el mundo era el tiempo, no el espacio; que éste era, Dios me valga, postales de un manicomio, de un artilugio en el que el hombre se obstinaba en continuar. Seguir en el paso del mundo. “El mundo, el que conocí y ya no es el mismo. Ayer era mejor, compañero…” Ese mundo del cual sí se podría hablar, el mismo que él jugó que a producir. Ese juego lo dirigía alguien; pero quien cargaría los dados sería alguien más. Los que repartirían una y otra vez las cartas serían quién sabe quién. Para qué tanta complejidad en algo que simplemente pasa. Lo que pasa no existe; yo no existo, por aquel maldito juego en el cual me empeciné. A fin de cuentas uno siempre pasa a ser otro. Uno no existe, el que existe siempre es el otro, y así sucesivamente.